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Los hábitos surgen porque nuestro cerebro se rige por el principio de economía energética: busca la forma de reducir los procesos y ahorrar esfuerzo. Digamos que intenta automatizar el máximo número de procesos para ser más eficiente y poder dedicar nuestros recursos mentales a otras tareas de mayor complejidad.
Cuando realizamos una tarea por primera vez, nuestro cerebro trabaja al máximo rendimiento durante su desarrollo. Al repetirla en el tiempo, parte de la información ya nos resulta conocida y activa respuestas automáticas en determinadas partes del proceso. Es decir, se produce lo que conocemos como fragmentación de la tarea: el cerebro convierte una secuencia de acciones en una rutina automática. Ésta es la base de la creación de un hábito.
Los ganglios basales son núcleos de células nerviosas próximos a la base de los hemisferios cerebrales, o para que nos entendamos, a la parte central de nuestro cerebro. Se asocian con movimientos voluntarios realizados, sobre todo, de forma inconsciente: nos referimos a aquellos movimientos que involucran al cuerpo en tareas rutinarias o cotidianas. Es decir, es el área cerebral implicada en la creación de secuencias de acciones automáticas.
En laboratorio, se han realizado infinidad de estudios con laberintos y ratones, y se ha podido comprobar que la actividad de los ganglios basales va en aumento a medida que se repite una tarea (que es lo que suele suceder cuando queremos crear un hábito).
En nuestro día a día, tenemos muchos de esos fragmentos de acciones que pasan casi inadvertidos para nuestra atención, como por ejemplo atarnos los cordones de los zapatos. Cuando aprendimos a hacerlo, nuestro cerebro gastaba gran cantidad de recursos atencionales y de energía en el proceso de anudarlos. Con el tiempo y con la práctica, se convirtió en algo casi automático, de tal forma que algunas mañanas nos colocamos el calzado casi sin darnos cuenta. Es más, podemos dedicar más tiempo y esfuerzo a pensar qué zapatos llevar ese día más que al proceso en sí de anudar los cordones.
¡Y menos mal! Pues un cerebro que ahorra energía resulta ventajoso porque es eficiente y no necesita tanto espacio (por tanto, la cabeza puede ser más pequeña, se facilita el parto y se reduce la mortalidad perinatal). A nivel práctico también nos beneficia pues podemos dejar de concentrarnos en tareas básicas como caminar o comer, y dedicar toda esa energía a cosas más complejas y de mayor desarrollo evolutivo como, por ejemplo, los inventos.
Aunque esta capacidad de ahorro de esfuerzo mental, a veces puede suponer un problema, por ejemplo, con la conducción. Si mientras conduzco mi cerebro descansa en el momento inadecuado, puede que se me pase por alto una señal de tráfico importante, un vehículo que se incorpora o, incluso, un niño que se cruza. Para ello evolutivamente hemos desarrollado un mecanismo que decide, en determinadas partes del proceso, si hay que usar o no un hábito y cuál usar. Si yo llevo unos minutos conduciendo tranquilamente por una carretera, seguramente mi mente estará en modo “rutina”, pero si de repente escucho un coche que me pita fuerte y constante, sabré que ocurre algo y mi mente pondrá todo el sistema en marcha para evaluar la situación y dar las órdenes oportunas para afrontarla con éxito.
Podemos resumir ese proceso en tres pasos: la señal (el estímulo que le dice a mi cerebro que puede ponerse en modo automático y qué hábito es el que ha de usar); la rutina (ya sea física, mental o emocional); y la recompensa (que nos sirve para decidir si recordamos este bucle en el futuro o no). Poco a poco, el bucle señal-rutina-recompensa se va automatizando y cuando se crea el hábito, el cerebro deja de mediar plenamente en la toma de decisiones. Y saber esto es muy importante a la hora de ignorar, cambiar o sustituir un hábito. Por ejemplo, si ante el surgimiento de un problema, suelo responder de forma automática con la ingesta compulsiva de comida (es decir, ante un estímulo conocido, se activa una respuesta conocida de forma automática) y quiero dejar de hacerlo, debo utilizar una nueva rutina para evitar que ese patrón conductual de comer compulsivamente se active.
Lo bueno es, como siempre te digo, que tomar conciencia de cómo funcionan mis hábitos (darme cuenta de lo que ocurre) facilita que pueda controlarlos. O lo que es lo mismo, cuando fragmento un hábito en sus componentes (como diseccionarlo), puedo influir en el proceso e introducir cambios.
Pero una cosa debes tener muy clara cuando cambies un hábito: los antiguos hábitos nunca llegan a desaparecer. Podrías sustituir un hábito insano por otro saludable y que, al descuidarte, se volviese a reactivar el antiguo hábito tóxico. Pero eso tiene una parte buena y útil: que recuerde cómo montar en bicicleta, aunque lleve años sin hacerlo es muy bueno, sino siempre tendría que estar aprendiendo las cosas que haya dejado de hacer. Imagina la vuelta al trabajo después de una baja o de unas vacaciones: ¡nos sentiríamos como el primer día! Por suerte no es así.
¿Entonces dónde está el problema? Pues que el cerebro los recuerda todos, no distingue entre buenos y malos hábitos, y ante una señal o una recompensa determinadas se podría activar uno u otro. Si ante un problema, siguiendo con el ejemplo anterior, yo aprendo la rutina (adquiero el hábito) de pararme a respirar hondo y relajarme antes de afrontarlo, podría ocurrir que un día, de forma inesperada, ante un problema, me observase volviendo a comer compulsivamente para calmar la ansiedad. Por lo que debemos tener los ojos bien abiertos y fortalecer nuestros buenos hábitos de forma que los malos queden en segundo plano.
¿Quiere decir que no hay que despistarse? ¿No podemos pecar de vez en cuando? En el libro de Charles Duhigg “El poder de los hábitos”, que te recomiendo encarecidamente, expone el caso de la comida rápida y dice que si un día que salimos tarde y ya está todo cerrado o vamos cansadas/os de camino a casa, nos paramos a comer o a comprar comida en un McDonald’s o en un Burger King, por ejemplo, con la excusa de “por un día no pasa nada”, podemos crear, de manera inconsciente rutinas en torno a la comida basura. En concreto, él explica que comer en este tipo de restaurantes una vez al mes, se puede convertir sin darnos cuenta en una vez a la semana, y poco a poco estaremos creando un hábito insano de forma inconsciente.
Por lo que, es fundamental que, durante un tiempo, estemos alerta y dediquemos todo el empeño posible a instaurar nuevas rutinas saludables que se conviertan en hábitos. Y para ayudar a lograrlo te voy a dar un truco: el deseo. Si añadimos al bucle señal-rutina-recompensa el deseo por los beneficios que nos aportará esa nueva rutina, estaremos potenciando su aprendizaje. Por ejemplo, si pienso en todas las personas a las que podré conocer, en todas las vivencias que tendré y en todas las ciudades que visitaré si aprendo a hablar inglés, me resultará más fácil sentarme a estudiar, ver películas en versión original e ir a clases. El deseo potencia la creación del hábito. Ocurre igual con los productos de higiene y belleza: si uso esta crema hidratante tendré la piel tan suave como un bebé. Cogeré el hábito de echarme crema hidratante si deseo tener la piel más suave.
Y esto lo saben las grandes marcas y si te fijas en la publicidad eso es lo que hacen: alimentar nuestros deseos, crearnos necesidades nuevas. Lo más importante para crear nuestros hábitos saludables es encontrar una señal sencilla y evidente (por ejemplo, atarte las zapatillas deportivas antes de desayunar o arreglarse aunque vayamos a trabajar desde casa) y definir claramente la recompensa (por ejemplo, tomarme un trozo de chocolate o dormir 20 minutos de siesta). Pero se ha demostrado que una señal y una recompensa no bastan por sí solas: para que atarse las zapatillas antes de desayunar para salir a correr por la mañana se convierta en un hábito, por ejemplo, es necesario que nuestro cerebro empiece a esperar la recompensa (tomarme una cervecita fresquita antes de comer o dormir la siesta después de comer). Es decir que la señal, además de desencadenar una rutina, también ha de desencadenar un fuerte deseo por la recompensa.
Ya hemos visto cómo crear un hábito, pero ¿qué hacemos para cambiarlo? Para cambiarlo es necesario conservar la señal y la recompensa de siempre, pero insertar una nueva rutina: para no fumar cuando sienta un fuerte deseo de nicotina (señal), puedo saborear un caramelo (rutina) y así conseguir calmar la ansiedad (recompensa).
Hay que tener en cuenta que la mayoría de nuestros hábitos son tan antiguos que ya no prestamos atención a qué nos los ha provocado, ni cuándo, ni cuántas veces. Por eso se suele usar una autorregistro diario para anotar en qué situaciones sentimos la señal que activa el mal hábito. Por ejemplo, si fumo cada vez que me siento mal, pues anotar cuántas veces al día me siento mal y en qué situaciones. Al principio da igual si me fumo el cigarrillo o no, como dijimos lo que nos interesa es tomar conciencia de que lo hacemos. Una vez hecha esa toma de conciencia introducimos la nueva rutina cada vez que sintamos la señal. Así, poco a poco, iremos cambiando ese hábito por otro más saludable. Parece ridículo, pero cuando somos conscientes de cómo actúa nuestro hábito, cuando reconocemos las señales y las recompensas, hemos conseguido superar la mitad del problema.
Casi siempre los cambios se producen porque conocemos las señales, los deseos y las recompensas que activan las conductas y encontramos formas de sustituir nuestras rutinas tóxicas por otras más saludables, aunque no seamos plenamente conscientes de lo que estamos haciendo. Comprender las señales y los deseos que conducen a nuestros hábitos no hará que éstos desaparezcan pronto, pero nos aportará un medio para cambiar el patrón. El verdadero cambio requiere trabajo y entender las ansias que nos conducen a esas conductas. Cambiar cualquier hábito requiere determinación y, en algunos casos, hace falta además convicción, pues cuando las cosas se pongan verdaderamente difíciles, tendremos la tentación de volver a nuestra zona de confort, a nuestros viejos hábitos. Si no creo que pueda hacerlo, no lo haré, pues ya le estoy dando la orden de no hacerlo a mi cerebro. Así es que observa tu diálogo interno y revisa las creencias de “no puedo”, “no sé” o “no soy capaz”. Y si después de todo esto, no lo consigues, busca ayuda profesional, puede que haya que revisar además otros aspectos.