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Una de las definiciones de empoderamiento más prácticas y cercanas que conozco es la de la antropóloga feminista, Marcela Lagarde: es ese “proceso a través del cual cada mujer se faculta, se habilita y desarrolla la conciencia de tener derecho a tener derechos y a confiar en la propia capacidad para conseguir sus propósitos. Este proceso se hace necesario si se tiene en cuenta la constante desautorización de las mujeres y las dificultades con las que se encuentran para poder capacitarse y sentirse valoradas y reconocidas”.
Y me gusta porque pone de relieve, de forma general, las necesidades más básicas de las mujeres como ciudadanas y personas, dentro de este sistema patriarcal. A mi entender, en nuestro pasado reciente, la mayoría de las intervenciones se estaban centrando en hacer talleres de autoestima, de capacitación profesional (informática, inglés…) y poco más. Y eso no es suficiente. Sólo con eso, no se consigue un cambio. Como dice Marcela, las mujeres deben interiorizar que tienen derechos y ejercerlos y darse cuenta de que viven en una constante desautorización por el mero hecho de ser mujeres. Y una forma estupenda de conseguirlo es a través del cambio colectivo y de las escuelas de empoderamiento. Apostando por la creación de redes, fomentando la participación de las mujeres en todas las áreas de la vida, desarrollando el sentido crítico y fomentando la visibilización.
Y ¿por qué hablamos de redes y de lo colectivo, cuando hablamos de empoderamiento? Pues porque el concepto surge de las feministas latinoamericanas y africanas y de la idea de revolucionar la acción social y de reflexionar y tomar conciencia del poder colectivo. Pero hay, además, otra parte muy interesante, de la que se ha encargado más la psicología, y es la de analizar los mecanismos psíquicos propios que hacen que una mujer pueda o no participar de esa acción social (en cualquiera de sus formas) o llevar a cabo su propio proceso de transformación personal.
En este sentido, el feminismo ha definido el empoderamiento como ese proceso por el cual las personas oprimidas o en situación de desigualdad (como queramos decirlo) ganan control sobre su propia vida, tomando parte junto con otras personas en actividades transformadoras de la vida cotidiana y de las estructuras, aumentando de esta forma su capacidad de incidir en todo aquello que les afecta. Y, a pesar de que el nacimiento del concepto estaba muy arraigado a lo colectivo, se ha estado trabajando en el “poder con” y el “poder para” más que en el “poder sobre” (que es más colaborativo, más horizontal, en definitiva, que piensa más en lo colectivo).
Y no sólo eso, sino que hay que tener en cuenta que se viene trabajando con la idea de que el empoderamiento es algo fijo, algo estable, un punto de llegada o un nirvana que alcanzar y no se ve tanto como lo que es: un proceso. Entenderlo como un proceso y como algo más complejo, nos daría más pistas sobre lo que tenemos que hacer.
De hecho, las prácticas que en un momento dado nos pueden empoderar, en otro momento, nos pueden desempoderar, como ocurre, por ejemplo, con el tema del amor romántico. En ciertos sectores sociales o en ciertas culturas, está sirviendo para que las mujeres o la gente joven puedan enfrentarse al poder autoritario de generaciones mayores, como puedan ser las madres y los padres. Se usa para reivindicar el amor romántico, para reivindicar las decisiones personales, los matrimonios elegidos por ellos y por ellas, y otras cuestiones de este tipo que tendemos a entender que están relacionadas con el empoderamiento de esas generaciones o de las mujeres. Pero, como ya sabemos quienes trabajamos en igualdad y violencia, el amor romántico es mucho más que eso, supone muchos peajes para las mujeres y, en conclusión, su desempoderamiento. Por tanto, entender el empoderamiento como proceso complejo, como algo más integral, ayuda a evitar daños colaterales.
Otro problema con el que hay que lidiar es con la globalización, en el sentido de que se está asociando la idea de empoderamiento a emprendimiento. Una cultura neoliberal e individualista que se está integrando a todos los niveles de nuestra sociedad y que defiende la idea de facilidad a la hora de desarrollar algo, que si tú quieres lo puedes conseguir, donde se niegan y ocultan absolutamente las relaciones estructurales y las condiciones de vida de la gente, con lo cual si no llegas es porque tú no quieres (con todas las consecuencias negativas que eso tiene a nivel psicológico).
En relación a esto, podemos hablar de la confusión que supone a veces el uso aislado del termino empoderamiento. Es decir, si hablamos del empoderamiento de las mujeres jóvenes, puede que haya gente que no entienda a que se refiere. Sin embargo, si concretamos, como por ejemplo pidiendo el derecho al aborto libre y gratuito, si se entiende. Con esto quiero decir que el empoderamiento, al ser un proceso complejo, a veces necesita ser traducido en medidas concretas, en ideas prácticas, que son entendibles por cualquier persona y que derivan, al final, en el empoderamiento de la misma. Y lo mismo ocurre con el feminismo. Para ello, debemos desterrar el miedo de que al concretar parezca pobre y el culto a la ambigüedad.
Y, como no lo había comentado al inicio, me gustaría señalar la necesidad de hablar de poder y de empoderamiento desde un punto de vista feminista pues, como dice Mari Luz Esteban Galarza (antropóloga feminista y profesora en la Universidad del País Vasco), supone hablar de estructuras de autoridad, de control, de coerción en relación al género, tanto desde de las jerarquías estatales, como de las distintas formas de violencia institucional e interpersonales; hablar de los modos en los que el poder es legitimado y cómo se convierte o no en autoridad; y responder a la pregunta de quiénes y cómo detentan el poder tanto sobre los recursos, la ideología y la toma de decisiones. Pero esto no quiere decir que las mujeres no tengan poder y autoridad, o que incluso, a veces, el poder de los hombres sea difuso o débil. Es decir, que es más sano, desde un punto de vista feminista, no simplificar la base ideológica del empoderamiento a “hombres poder sí”, “mujeres poder no”, puesto que no responde a la realidad y no ayuda a mejorar.
Pero después de esta extensa parrafada, aunque necesaria, me gustaría plantear una pregunta que me han hecho muchas veces: ¿por qué es necesaria una Escuela de Empoderamiento? Sencillamente porque tiene un ámbito concreto y complejo de actuación que al cubrirse con este espacio supone unos beneficios para las mujeres que no se podrían alcanzar con otro tipo de acciones individuales aisladas. Como dijo la escritora feminista, Elena Simón Rodríguez, “sirve para conseguir la influencia que a las mujeres nos falta en el mundo, tanto en los círculos pequeños como en los grandes. Dicho de forma radical, la Escuela de Empoderamiento sirve para ir subvirtiendo el patriarcado, para segarle la hierba bajo los pies, para que la cultura feminista (que es una cultura de justicia, de equidad, de igualdad y de libertad) vaya impregnando sectores cada vez más amplios. Una escuela también es útil porque, para combatir las discriminaciones, necesitamos empoderamiento personal, pero también colectivo. No podemos hacerlo en solitario, aunque, a veces, en las noches de insomnio y desesperación, pensemos en cómo pelear mañana de una forma más empoderada que ayer. Eso supone un alto desgaste individual, que las escuelas de empoderamiento alivian, al buscar fórmulas conjuntas y al permitir que aprendamos unas con otras”.
Si quieres saber más, tengo un vídeo en mi canal que puede resultarte interesante. Puedes verlo pinchando aquí.